Y a este dogma central de la resurrección en Cristo y por Cristo, corresponde un sacramento central también, el eje de la piedad popula r católica, y es el sacramento de la Eucaristía. En él se administra el cuerpo de Cristo, que es pan de inmortalidad.
Es el sacramento genuinamente realista, dinglich, que se diría en alemán, y que no es gran violencia traducir material, el sacramento más genuinamente ex opere operato, sustituido entre los protestantes con el sacramento idealista de la palabra. Trátase, en el fondo, y lo digo con todo el posible respeto, pero sin querer sacrificar la expresividad de la frase, de comerse y beberse a Dios, el Eternizador, de alimentarse de Él. ¿Qué mucho, pues, que nos diga santa Teresa que cuando estando en la Encarnación el segundo año que tenía el priorato, octava de san Martín, comulgando, partió la Forma el padre fray Juan de la Cruz para otra hermana, pensó que no era falta de forma, sino que le quería mortificar, «porque yo le había dicho que gustaba mucho cuando eran grandes las formas, no porque no entendía no importaba para dejar de estar entero el Señor, aunque fuese muy pequeño el pedacito»? Aquí la razón va por un lado, el sentimiento por otro. ¿Y qué importan para este sentimiento las mil y una dificultades que surgen de reflexionar racionalmente en el misterio de ese sacramento? ¿Qué es un cuerpo divino? El cuerpo, en cuanto cuerpo de Cristo, ¿era divino? ¿Qué es un cuerpo inmortal e inmortalizador? ¿Qué es una sustancia separada de los accidentes? ¿Qué es la sustancia del cuerpo? Hoy hemos afinado mucho en esto de la materialidad y sustancialidad; pero hasta Padres de la Iglesia hay para los cuales la inmaterialidad de Dios mismo no era una cosa tan definida y clara como para nosotros. Y este sacramento de la Eucaristía es el inmortalizador por excelencia y el eje, por lo tanto, de la piedad popular católica. Y si cabe decirlo, el más específicamente religioso.
Porque lo específico religioso católico es la inmortalización y no la justificación al modo protestante. Esto es más bien ético. Y es en Kant, en quien el protestantismo, mal que pese a los ortodoxos de él, sacó sus penúltimas consecuencias: la religión depende de la moral, y no esta de aquella como en el catolicismo. No ha sido la preocupación del pecado nunca tan angustiosa entre los católicos, o por lo menos, con tanta aparencialidad de angustia. El sacramento de la confesión ayuda a ello. Y tal vez es que persiste aquí más que entre ellos el fondo de la concepción primitiva judaica y pagana del pecado como de algo material e infeccioso y hereditario, que se cura con el bautismo y la absolución. En Adán pecó toda su descendencia, casi materialmente, y se transmitió su pecado como una enfermedad material se transmite. Tenía, pues, razón Renán, cuya educación era católica, al resolverse contra el protestante Amiel, que le acusó de no dar la debida importancia al pecado. Y, en cambio, el protestantismo, absorto en eso de la justificación, tomada en un sentido más ético que otra cosa, aunque con apariencias religiosas, acaba por neutralizar y casi borrar lo escatológico, abandona la simbólica nicena, cae en la anarquía confesional, en puro individualismo religioso y en vaga religiosidad estética, ética o cultural.
Excerto de La esencia del catolicismo, capítulo IV da opus magnum de Unamuno, Del sentimiento tragico de la vida e que me parece abordar com clarividência os temas que o josé e o timshel levantaram recentemente.
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